Por: Luisa Aurora Ochoa y Gabriel Chávez
¿Es la sexualidad estructura o función? Es ésta parcialización la consecuencia inmediata del sistema patriarcal sobre el cuerpo sexuado. La sexualidad se vive como estructura o como función, pero nunca en ambos lugares. Por un lado tendremos la mercantilización de lo sexual que estructura la producción capitalista como forma legítima de brindar ese surplus de goce al sujeto. Fenómeno que podemos ver en películas, música, fármacos, ropa, comida, commodities. Esta mercantilización del matiz sexual es lo que permite que el sujeto pueda estructurar su economía libidinal hacia objetos, ocasionando un soporte fantasmal que en la actualidad escapa al fetiche estudiado y descrito por Freud. Si antes se consideraba una desviación la necesidad de un objeto que articule la práctica sexual del sujeto, hoy en día parece indispensable para que esta se lleve a cabo.
La pornografía, la sobresexualización en el cine y en la música comercial, las tendencias y modas de la ropa. El mercado capitalista habla de un esfuerzo de naturalizar la sexualidad por medio de reducirla a una relación con el objeto. El discurso del patriarcado, sosteniéndose en los marcos del determinismo darwiniano y del naturalismo aristotélico tienen como meta borrar la figura del/la otro/otra sujeto en la relación sexual. Es así como del lado de la sexualidad como estructura esta pasa a permear las relaciones de producción como una forma de goce onanista, ¿pará qué relacionarme con el otro si puedo obtener lo mismo viendo películas, viendo pornografía, comprando commodities, comprando comida, ropa, escuchando música? Esta mediación va más allá de un simple movimiento de desplazamiento y condensación, es realmente la nueva forma de relación con el otro. Este otro lado es el de la sexualidad como función.
Esta función es específica, concreta, directa; perpetúa el sistema tal y como es. La similitud teórica entre la operacionalización de la sexualidad desde el discurso médico y biológico, y el concepto marxista de reproducción de las relaciones de producción es tan claro que parece chiste. La sexualidad funciona para reproducir, reproducir sujetos y condiciones que sujetan a los y las sujetos. Este deber se instaura en la economía libidinal específica bajo la lógica sobredeterminada de la división técnica del trabajo (cada quien tiene un lugar) y su expresión material devendrá en la producción de «Hombres» por un lado y «Mujeres» por el otro.
Los mandatos superyoicos son fantasmas proyectados hacia fuera de la historia, fuera del mundo. Esta representación naturalizada de hombre y mujer es la consecuencia del vacío en el discurso machista que pretende borrar la falta en sí misma. Por un lado, el hombre se encuentra determinado a jamás estar en falta, a la aspiración de la potencia fálica inquebrantable, y por otro lado la mujer se reduce al objeto de trabajo, el cual por ende carece de falta, puesto que es en sí misma, con esta potencia (posibilidad, potencia sexual) inagotable. Esta universalización del sujeto es lo que ha permitido que la sexualidad siempre se encuentre parcializada, o se da todo y se goza de ello o se recibe todo y se goza de ello. O se es sujeto que se relaciona con un objeto, o se es objeto que se somete a un sujeto.
Por supuesto que esta realización proyectiva de fantasmas superyoicos genera cuestionamiento, angustias específicas. Lo que quizá se haya omitido desde el discurso psicoanalítico sea la cualidad de dichos cuestionamientos. ¿Será entonces que el deseo y síntoma responde al patriarcado? ¿Acaso es un mandato para perpetuar el sistema de dominación/sumisión? ¿Por qué obviar él carácter político y social de la sexualidad y la pulsión? Esta romantización del deseo quizá sea en sí misma una consecuencia de experimentar y vivir la sexualidad desde el patriarcado.
La crítica no es entonces hacía lo producido en sí (síntoma) sino hacia las condiciones que determinan y reproducen dicho producto (el patriarcado). Es curioso que en la clínica nos encontremos con variaciones ad infinitum de un mismo modo de padecer, un modo fálico de padecer (entre lo que se tiene y lo que se carece). Esta disparidad del deseo es lo que en última instancia genera los espacios simbólicos para vivirse subjetivamente desde la dupla antagónica del amo y el esclavo, de la dominación y la sumisión. La diferencia sexual, de los cuerpos no yace en la especificidad de los genitales, sino en el lugar simbólico que éstos representan bajo la mirada fálica del tener, porque incluso cuando se carece, topológicamente nos encontramos en la discursividad del tener («tenemos falta»).
Entonces ¿cómo salir? ¿Qué hacer frente a esta realidad que parece inescapable? Ya no podemos caer en la ingenuidad del psicoanálisis y pretender que hay un trecho entre el inconsciente (lalengua) y lo político (el discurso). Hacer eso supondría aceptar la tan aclamada consigna entre el sector masculino y misógino que responde ante las marchas feministas con «hay formas de exigir» (claro que las hay, todas y cada una de ellas son patriarcales).
Es pues la ética la que nos invita a reflexionar y hacer algo del orden de la diferencia, cuidando no caer en la urgencia sintomática de hacer algo por hacerlo. O nos convertimos en anarquistas deleuzianos pretendiendo hacer algo sin saber qué hacer, o nos convertimos en reaccionarios conservadores que angustiados exigimos que todo siga igual. De un lado o del otro, sintomáticamente abonamos a los criterios de diferencia y desigualdad que permean las relaciones sociales en la actualidad.
Por supuesto que el que sea inherente la desigualdad por las condiciones de diferencia no justifica la violencia ejercida entre los cuerpos como dicta el Patriarcado, pero he ahí la apuesta de los feminismos, quienes afrontan con toda claridad lo que todo el mundo sabe pero teme decirlo, que esto siempre ha sido una guerra entre cuerpos, en que el sexo ha sido el estandarte a la regulación.
Pero si aún no se logra cuestionar el mandato patriarcal pareciera que es imposible crear una sociedad igualitaria y justa, debido a que desde sus cimientos «sociales», «biológicos» y «psíquicos» el machismo es eje central para cualquier acto y juicio de aquel acto; cualquiera que ose cuestionarlo será visto/vista como «fuera de», del orden de la periferia, pretendiendo hegemonizar la disruptividad del discurso alterno. No es coincidencia que los feminismos se hayan vuelto antagonizantes y se les intente por todos los medios callar o apaciguar la fuerza simbólica (la diferencia) de su discurso. Tomen la postura de la UDG (una institución profundamente machista) frente al acto subversivo de las feministas de creación de iconoclasia en sus edificios; la narrativa oficial es la de «mantener la simbología en nuestros edificios, como un recordatorio de los reclamos de nuestras estudiantes frente a situaciones de violencia y abuso institucional», lo gracioso (y trágico, claro está) es que su intervención se limita a la preservación. Eso es todo lo que han hecho, dejar los edificios con los grafitis que exigen justicia y seguridad. No se han iniciado investigaciones contra profesores que abusan y acosan alumnas, no se han llevado a cabo reformas estructurales para eliminar las prácticas institucionales machistas, no se han propuesto planes por la seguridad de las estudiantes frente a un contexto social violento y potencialmente mortal. Esta posición sólo reafirma el intento de hegemonización bajo la lógica de sumisión, inconscientemente se le quita el poder simbólico a la iconoclasia por medio de dejar allí eso de forma voluntaria como diciendo «yo te permito dejar eso ahí».
El futuro es incierto, y el panorama desalentador. Pero rendirse frente a este sistema de muerte no es una opción, es por eso que la apuesta siempre será la repolitización de los espacios públicos a través de formas alternas de relacionarnos, y si algo nos ha dejado la enseñanza del psicoanálisis, es que esto solo es posible a través de la escucha del otro. Si esto es verdad ¿por qué entonces no repolitizar la práctica clínica, en donde no solo se cuestione lo privado sino lo público también?