Por: Alejandro León Benítez
El término paranoia se deriva del griego (para: contra y noos: espíritu) que designa la locura en el sentido de arrebato y delirio. En la terminología freudiana clásica, la paranoia pasó a ser el modelo paradigmático de la organización de la psicosis en general. Freud, dijo que la paranoia era una defensa contra la homosexualidad. Jacques Lacan, en su seminario sobre las psicosis retomó la historia de Schreber (misma que Freud analizó en 1911), para añadirle dos conceptos cruciales en la clínica psicoanalítica, la forclusión y el nombre-del-padre. Para entender las psicosis, es fundamental tener en cuenta estos últimos.
Todo lo anterior, me sirve como preámbulo, para presentar el siguiente texto que elaboré, en el cual expongo un caso real de un sujeto que «se sentía un cuadro»; un caso muy peculiar que retomaré en otra ocasión para abordarlo clínicamente. De momento, solamente dejo una reseña a modo de cuento fantástico, género literario en el cual creo que mejor se pueden matizar detalles del discurso psicótico, donde justamente se juega más ese orden de lo real. Sin más, va:
Todos los días me levanto y limpio el cuadro que me encargó mi abuela antes de morir, me dijo que lo cuidara mucho porque fue un regalo muy especial que le hizo mi bisabuelo cuando ella cumplió quince. Adoraba y admiraba mucho ese cuadro. La muerte de mi viejita hace dos años fue una gran sorpresa. Aquella mujer de noventa y ocho años, de cabello plateado, mirada profunda y sonrisa contagiosa, fue siempre fuerte como un roble; se veía muy bien, ya la imaginaba rebasando los cien años. Un día, nomás se empezó a poner mal y se fue apagando su vida rápidamente. Los médicos dijeron que fue muerte natural. Yo creo que se deprimió porque mis tías, las solteronas, la dejaron sola después de la muerte del abuelo. Al morir ella, tuve que hacerme cargo de su casa, porque no aparecieron mis tías.
Mientras la estuve cuidando, mi abuela me contaba sus historias, las repetía una y otra vez, pero siempre terminaba hablando de su «bello Tamasopo», su lugar preferido de la Huasteca Potosina, y del dichoso cuadro.
Según mi abuela el cuadro era mágico. Resulta que el hombre que estaba pintado le hablaba todas las noches y tenían una larga charla. Yo no le creía, pensé que su soledad le hacía imaginar que platicaba con el hombre de la pintura, incluso, creí que ya deliraba; al menos eso dicen de los que están a punto de morir, que imaginan ver y hablar con cosas.
Para mí, era un cuadro común y corriente; un simple óleo de setenta por cincuenta centímetros, en el que está pintado un hombre vestido de revolucionario con el típico sombrero grandote que caracterizaba a los caudillos villistas de la época, dos cinturones de balas haciendo una equis en su pecho, y desde luego, el típico bigotón; ningún otro detalle en especial, pero para ella el del cuadro era su hombre ideal. Decía que platicar con él la tranquilizaba y le hacía sentir viva y feliz. Me hablaba mucho de sus conversaciones. Yo, por no ser grosero, fingía creerle y le seguía la corriente.
Ahora ella no está, y tuve que quedarme a vivir yo solo en casa de la abuela. A lo mejor todo lo que me dijo sobre el cuadro me dejó medio arisco, porque de vez en cuando siento como que la mirada del hombre me sigue cuidadosamente. Serán mis nervios, pero cuando eso pasa siento que el lugar se pone helado, como si un soplido congelante invadiera el ambiente de la casa, ese que dicen que se siente cuando se aparece alguna ánima. Aunque hasta ahora no me ha hablado, muchas veces me he preguntado: ¿qué cosas interesantes diría? ¿Cómo sería la voz de ese revolucionario?
Ya no salgo a la calle, no veo a nadie. Sin darme cuenta he estado enclaustrado en la casa de la abuela, no sé desde cuándo. Me dedico a cuidar el cuadro que me encargó; estoy perdiendo la noción del tiempo, no sé en qué día vivo. He intentado localizar a mis padres y no me contestan, lo mismo las tías, no sé de ellos desde hace meses; mi madre ni siquiera supo lo de mi abuela. Nadie me acompañó en el funeral. Vivir solo aquí se está convirtiendo en un tormento. Ya no recuerdo cuándo fue la última vez que hablé con alguien. Al único que veo es al señor del cuadro.
Sin tener a nadie con quien platicar, me decidí a hablarle al hombre del cuadro. Para mi sorpresa, sí me respondió. Me ha hablado de la revolución, de sus aventuras con Pancho Villa y las batallas que habían ganado. A veces me daba consejos y otras me escuchaba. Me empezó a brindar mucha tranquilidad al desahogarme con él. Poco a poco nos fuimos teniendo más confianza, luego, ya platicábamos casi todo el día.
Conforme pasaban las semanas noté cómo me empezaba a parecer mucho al hombre del cuadro, de pronto, ya tenía un prominente bigote; hasta que, sin darme cuenta, ya éramos idénticos. Ambos nos llamábamos Juan. Identificarme tanto con Juan me ha ayudado a no sentirme solo, la alegría volvió a mí, me sentía como un revolucionario.
Nos parecemos tanto Juan y yo que hasta he llegado a confundirme con él, tenemos el mismo tono de voz, hablamos de la misma manera, hacemos los mismos gestos. Es como verse en el espejo, donde la imagen es el pasado y yo el futuro. Juan representa lo que fui mientras que yo represento lo que él será. En este caso el presente vendría a ser incierto.
Siempre dudé de lo que sería mi vida, no estaba seguro de lo que quería ni de lo que haría. Desde que hablo con Juan me he sentido más tranquilo, tengo la seguridad de haberme encontrado a mí mismo en él.
Ahora sé que mi futuro está en el pasado, y que terminaré mis días luchando por una causa justa. Al final, mi imagen quedará grabada para siempre en los trazos dibujados sobre un lienzo.
En lo que eso sucede, seguiré aquí en la penumbra del incierto presente, esperando a hablar de nuevo con Juan para poder irme sintiendo parte del pasado y creer que soy parte de algo importante.
Esta no es mi época, mi destino está en el ayer.