
Por: Mónica González Dávalos
Parto este escrito desde la observación de lo cotidiano de la muerte en nuestra sociedad, cuestionándome la mirada que tenemos de ella o tratando quizá de englobar en pocas posturas estas actitudes; considero que no es una pregunta fácil de responder, pero que al acercarnos a su estudio podemos conocer mucho más que esa respuesta, puesto que, para realizar dicha labor debemos observar la historia, pasada y presente, de los hombres.
Estamos ante un fenómeno cercano pues nos cuestionamos sobre algo intrínseco al ser vivo, pues todo ser vivo muere, además de que solo el ser humano puede llegar a ser consciente de que morirá (aunque no lo crea), sin embargo, esto último lo vuelve sumamente complejo, ya que al ser consciente algo sucede en la vida de los hombres, es decir, alguna reacción se crea ante dicho saber; ya sea que este saber modifique las vidas, o que las cosas de la vida modifiquen las formas de morir y las reacciones sobre ella, algo las enlaza, pues vida y muerte se acompañan, por tanto, para acercarnos a construir una noción más clara sobre estos cuestionamientos buscaremos pensar en algunas de las actitudes hacia la muerte a lo largo de los años en occidente, y así, mirar en nuestra cotidianidad, pues, aunque es cambiante, comparte una realidad histórica.
Para este trayecto recurrimos a Phillipe Ariès, uno de los más grandes historiadores del siglo XX, realizó un exhaustivo y detallado análisis sobre las actitudes de los hombres de occidente frente a la muerte, en su libro Morir en Occidente, desde la Edad Media hasta nuestros días (2007) realiza una aproximación intuitiva, subjetiva y global al tema, para intentar descifrar la expresión inconciente de una sensibilidad colectiva. El autor nos advierte que en el abordaje histórico antropológico de la muerte habrá que observar más allá de lo que notan los contemporáneos, no limitarse a una mirada de corta duración ya que «(l)os cambios del hombre ante la muerte son de por sí muy lentos, o se ubican entre largos períodos de inmovilidad.» (Ariès, 2007: 14) y es que «(s)i se tiene una cronología demasiado corta (…) corre el riesgo de atribuir rasgos originales de época a fenómenos que en realidad son mucho más antiguos.» (Ariès, 2007: 14) Por tanto, el historiador de la muerte no debe tener miedo a aventurarse a abarcar los siglos.
Ariès comienza ubicándonos en una fuerte verdad sobre la muerte de los hombres del medievo, ellos estaban advertidos, «uno no moría sin haber tenido tiempo de saber que iba a morir. De otro modo se trataba de una muerte terrible, como la peste o la muerte súbita.» (Ariès, 2007: 20) Tras un grave accidente, como producto de la enfermedad o la vejez, estaba una clara conciencia de que la muerte estaba cerca, era una advertencia que se podía reconocer y se aceptaba de forma natural. Ariès, citando a Jean Guitton nos dice que los hombres de la época:
Pasaban de este mundo al otro como gente práctica y sencilla, observadores de las señales, y ante todo de ellos mismos. No estaban apurados por morir, pero cuando veían que llegaba la hora, entonces sin adelanto ni atraso, tal como debía ser, morían. (Ariès, 2007: 23)
¿Qué se hacía entonces cuando llegaba la certeza de la muerte? El moribundo se hacía cargo de ello, buscando dejar las cosas en orden mediante «(g)estos que le son dictados por las viejas costumbres, gestos rituales que deben hacerse antes de morir» (Ariès, 2007: 23) por ejemplo, «(e)n el cristianismo primitivo, el muerto era representado con los brazos extendidos en la actitud del orante.» (Ariès, 2007: 24) El autor nos relata los últimos actos ceremoniales de tradición, tomando como ejemplo el Cantar de Roland, poema épico del renacimiento francés, que relata hechos históricos en batalla. Roland, sintiendo que se apodera de él la muerte realiza un lamento por abandonar la vida, «una evocación triste pero muy discreta de los seres y las cosas amadas, una síntesis reducida a algunas imágenes.» (Ariès, 2007: 24) Es entonces un momento de recordar a su maestro, a sus compañeros, llora y suspira, sin embargo, esta emoción es solo por un momento. «Tras el lamento por dejar la vida, viene el perdón de los compañeros, de los asistentes siempre cuantiosos que rodean el lecho del moribundo.» (Ariès, 2007: 24) Se pide perdón entre ellos por cualquier pesar que se pudo haber provocado, el moribundo pide perdón a Dios por sus pecados y encomienda a Dios a los sobrevivientes. Él se olvida del mundo y piensa en Dios. Tras esto no quedaba más que hacer que esperar la muerte, y en muchas ocasiones la espera se realizaba en silencio.

De la mano del autor notamos que en esta época la muerte se esperaba yaciente en el lecho, que la ceremonia de la muerte era un evento público, «(e)ra importante que los parientes, amigos y vecinos estuvieran presentes. Se traía a los niños.» (Ariès, 2007: 27) Lo anterior nos demuestra la naturalidad con la cual era vista, y de esta manera se enseñaba. Y finalmente una última conclusión, «y la más importante: la sencillez con que los ritos de la muerte eran aceptados y cumplidos, de una manera ceremonial por cierto, pero despojados de dramatismo y sin emociones excesivas.» (Ariès, 2007: 27) Se admitía la muerte, sin retrasarla, en lugar de ello se preparaban meticulosamente, y esperaban apaciblemente.
Así se murió durante siglos o milenios. En un mundo sometido al cambio, la actitud tradicional ante la muerte aparece como una masa de inercia y continuidad. La actitud antigua, donde la muerte es al mismo tiempo familiar, cercana y atenuada, indiferente, se opone demasiado a la nuestra, donde da miedo al punto de que ya no nos atrevemos a pronunciar su nombre. (Ariès, 2007: 28)
Las anteriores actitudes son sobre todo sociales, nos hablan de la mirada y el destino colectivo, para comprender la actitud hacia la propia muerte el autor nos menciona algunos fenómenos posteriores que se introducen en las vidas de los hombres, generando un mayor acento a la particularidad individual de cada uno de ellos:
(L)a representación del Juicio en el fin de los tiempos; el desplazamiento del Juicio al final de cada vida, en el momento puntual de la muerte; los temas macabros y el interés por las imágenes de la descomposición física; el retorno al epígrafe funerario y a un comienzo de personalización de las sepulturas. (Ariès, 2007: 37)
En los primeros siglos del Cristianismo se mantuvo una escatología en la cual se confinaban los cuerpos a la iglesia, los muertos eran confiados a la iglesia y a los santos, ellos reposaban y esperaban hasta el segundo advenimiento de Jesús. «En esta concepción no había lugar para la responsabilidad individual, (…). Los malvados, (…) no sobrevivirían a su muerte, no se despertarían y serían abandonados al no ser.» (Ariès, 2007: 38) Estas creencias se vieron modificadas a partir del siglo XII, aparece una iconografía nueva inspirada en Mateo; «la resurrección de los muertos, la separación de los justos y los condenados: el juicio.» (Ariès, 2007: 38) La concepción del juicio Divino al final de la vida acentuó la idea de responsabilidad y el balance de las acciones buenas y malas de cada hombre. El segundo fenómeno que el autor rescata tiene que ver con el momento de la muerte y la habitación del moribundo, sobre ello encontramos iconografía en grabados y tratados que contienen consejos sobre los protocolos y procedimientos para una buena muerte: las artes moriendi, en los siglos XV y XVI. Esta iconografía nos muestra al moribundo yacente rodeado por familiares y amigos, sin embargo, ocurre algo que solamente el moribundo puede presenciar: «seres sobrenaturales han invadido la habitación y se apiñan en la cabecera.» (Ariès, 2007: 40) Por un lado, Dios y su corte celestial, por el otro Satán y el ejército de los demonios. ¿Cómo podemos interpretar dicha escena? El autor nos sugiere dos interpretaciones, la primera «es la de una lucha cósmica entre las potencias del bien y del mal que se disputan la posesión del moribundo.» (Ariès, 2007: 41) Mientras que él observa ajeno dicho combate. Y en la segunda interpretación:
Dios y su corte están presentes para comprobar cómo se conducirá el moribundo en el curso de la prueba que se le propone antes de su último suspiro, y que va a determinar su destino en la eternidad. Esta prueba consiste en una última tentación. El moribundo verá toda su vida, (…) y será tentado ya sea por la desesperación de sus faltas, por la “vana gloria” de sus buenas acciones, o por el amor apasionado a las cosas y a los seres. Su actitud, (…) borrará de golpe los pecados de toda su vida si rechaza la tentación, o, por el contrario, anulará todas sus buenas acciones si cede. (Ariès, 2007: 41-42)
En los escritos y la iconografía de las artes moriendi, se reúnen las dos escenas, el rito colectivo, que conforma un espacio de acogida y acompañamiento al moribundo, rito solemne que reducía las diferencias entre los individuos, y la vivencia personal, juicio individual del cual solo el moribundo podía ser partícipe.

Hasta este punto el autor nos ofrece una conclusión del análisis de los fenómenos de la muerte propia, de la cual nos parece importante resaltar que mediante el énfasis en el conocimiento de cada uno de su propia biografía «(l)a muerte se convirtió en el sitio donde el hombre adquirió mayor conciencia de sí mismo.» (Ariès, 2007: 47) Es importante destacar que dichos cambios representan mutaciones históricas de gran importancia, trasforman la manera en que los hombres se relacionan entre ellos y con su entorno, pero también su forma de analizarse a sí mismo y su vida; «aquí captamos dicho cambio en el espejo de la muerte: speculum mortis, (…) En el espejo de su propia muerte cada hombre redescubría el secreto de su individualidad.» (Ariès, 2007: 52)
Otro de los cambios que se destacan es la creación de testamentos, que corresponde del siglo XIII al XVIII, medio por el cual cada uno expresaba «sus pensamientos íntimos, su fe religiosa, su apego a las cosas y los seres que amaba y a Dios, así como las decisiones adoptadas para garantizar la salvación de su alma y el descanso de su cuerpo.» (Ariès, 2007: 58) El testamento era también un documento que protegía las últimas voluntades del difunto, en este sentido era más un medio para expresarse con respecto a sí mismo, su vida y su muerte que un mero documento para trasmitir una herencia.
Por ultimo nos parece necesario resaltar lo que el autor nombra como La muerte prohibida, nos invita a reflexionar sobre un cambio violento que comenzó a tomar forma a partir de la segunda mitad del siglo XIX. «La muerte, antaño tan presente y familiar, tiende a ocultarse y desaparecer. Se vuelve vergonzosa y un objeto de censura.» (Ariès, 2007: 72) En diversos países de occidente se acallaron tradiciones del culto a los muertos y a los cementerios, tomando un papel secundario y privado en la vida de los hombres, ¿qué orígenes podemos explicar para dichos cambios? Encontramos que ante la nueva sensibilidad se buscaba proteger a las personas de los infortunios de enfermedades y muerte:
(E)l entorno del moribundo tiende a protegerlo y ocultarle la gravedad de su estado; no obstante, se admite que el disimulo no puede durar demasiado tiempo (…); un día el moribundo debe saber, pero entonces los parientes ya no tienen el coraje de decir ellos mismos la cruel verdad. En resumen, la verdad comienza a producir controversias. (Ariès, 2007: 72-73)
Encontramos también actitudes propias de la modernidad, principalmente, evitar; se evitaba el saber, el malestar y cualquier emoción negativa o insostenible de la pérdida, la muerte se volvió un tema delicado, del cual debía cuidarse a los niños, y en ocasiones se evitaba también al moribundo. Los avances en ciencia y medicina permitieron curar, y luchar contra la muerte. Se volvió, entonces, menos necesario morir; ante la enfermedad, por ejemplo, se pensaba en el hospital, en la cura y todas aquellas nuevas posibilidades, y la aceptación de una muerte con solemnidad era relegada. Por tanto se iba al hospital para curarse, pero en el mismo sentido, también se iba para morir.
Cabría preguntarse ante que actitud o actitudes estamos y reflexionar la multiplicidad en la que vivimos hoy en las sociedades.
Por ejemplo, si bien es cierto que la pandemia por Covid ocasionó un grave impacto en la vida de las personas y rompió con parte de la seguridad fijada en la modernidad, permitió también replantear el lazo social y recordar el énfasis en la biografía personal al suspender el silencio sobre dichas temáticas. Esto último también podemos verlo reflejado en la apertura cada vez mayor a la «muerte digna», de la eutanasia y del suicidio asistido. En donde se reconoce que a veces el cuerpo ya no puede, y se elige con lucidez aceptar la muerte, pero no ya en una actitud pasiva, como que el que solo espera, sino que brinda poder de decidir.
Hablar sobre la muerte y comprenderla como un suceso familiar a los seres humanos, permite la apertura y construcción de posturas menos dañinas sobre esta realidad, pero no solamente sobre la posible forma o momento de morir, sino, y sobre todo, el reflejo que trae esta reflexión de la vida, el lazo social, y la biografía individual.
Ariès, Phillipe, Morir en Occidente, desde la Edad Media hasta nuestros días, Buenos Aires, Argentina, Adriana Hidalgo Editora, 2007.