Apuntes sobre la Asexualidad

Gabriel Chávez

Luisa Aurora Ochoa

De lo que no se puede hablar, se debe guardar silencio.

-Wittgenstein, Tractactus logico-philosophicus.

Si algo nos guía (y nos sigue guiando, al día de hoy) a todos y todas aquellas que sentimos una afinidad espontánea por la enseñanza de Freud, es una cierta noción de estructura y consistencia que permite el habla y el vínculo del sujeto con el mundo; a saber que es una unidad indispensable que permite la cartografía de las vicisitudes subjetivas que van emergiendo en el análisis, la sexualidad.

Sin embargo, y en contra de todo pronóstico del psicoanálisis post-freudiano, dicha noción no responde a elementos naturales inamovibles, elementos esenciales que hacen de la sexualidad lo que es; es este el corazón de la ruptura entre la corriente francesa y la corriente inglesa, la disputa ideológica entre lo que era sexualidad y lo que no.

Dichas tendencias terminaron favoreciendo la concepción mecanicista-evolucionista propuesta por la corriente inglesa, cuyo modelo de «estadios» permitió la legitimización (temporal, por supuesto) de la teoría freudiana en el campo de las ciencias naturales. Es así como el objeto del psicoanálisis se objetivizó, el inconsciente adquirió cuerpo en la medida de que ciertos elementos del mismo podrían ser medidos y rastreados en la historia evolutiva del sujeto, por ejemplo las fijaciones pasaron del orden del síntoma al orden del signo (literalmente).

Contra corriente, la noción de la escuela francesa sobre la sexualidad se encontraba en las antípodas hegemónicas, postulando por todos los medios (sea simbólicos, imaginarios o reales) que la sexualidad no era un objeto natural, no poseía la caracterización fundamental que hacía que un objeto natural fuera tal; Lacan lo deja claro en el Seminario 2 (el yo en la teoría freudiana) al hablar de cómo los objetos propios de las ciencias naturales son objetos de lo real, que es algo que volvemos a encontrar en el mismo lugar, siempre igual.

¿Podemos entender la sexualidad con esta lectura? Ciertamente se puede intentar, eso es lo que se ha intentado. Dicha lectura naturalista de la sexualidad la coloca en el centro de la oposición entre la racionalidad científica de izquierda y la espontaneidad espiritualista de derechas; el resultado de dicha disputa política es la supresión de la pasión inherente a la sexualidad. Esta contradicción permite categorizar (sea racional o espiritualmente) a la sexualidad, en cuya emergencia surge a modo de espectro.

La utilización del concepto de espectro no es casualidad, puesto que el uso generalizado responde a la física, pero no podemos evitar evocar la figura teórica del fantasma (fantasía) presente en la teoría freudiana-lacaniana. Es esta impostura fantasmal, esta relación de impotencia (¿che voi?) del sujeto con su deseo la que permite la plasticidad de la sexualidad, que bajo la mirada naturalista se interpreta como «distintas orientaciones» (por supuesto, distintos destinos).

La disyuntiva entre la palabra y la representación es un atolladero del que pocos y pocas psicoanalistas han tratado de superar. Por un lado la discursividad propia del sujeto solo se ve actuada por el sujeto en el rebote del campo simbólico del Otro, y en el lado de la representación/caricaturización el sujeto se ve atrapado en el performance que se le es impuesto por el propio discurso del Otro. Ambos caminos terminan con el sujeto asumiéndose (sea en palabra o en acciones) dentro del espectro de (su) «sexualidad».

El mandato de esta lectura de la sexualidad (y por tanto, de los cuerpos) se condensa en la lógica del «puedes, porque debes».

Es esta hegemonía de la sexualidad la que ha permitido la entrada a las grandes multinacionales con el objetivo de capitalizar la diversidad/plasticidad sexual, derogando su carácter político a un mero trámite burocrático perteneciente a un código de conducta. La pasión se mecaniza en la medida de que la sexualidad se ve naturalizada/asimilada por los canones culturales. He aquí una respuesta a la frecuente pregunta ingenua y academicista de algunos psicoanalistas que postulan la teoría de la caída del padre. La hipersexualizacion de la era posmoderna no se debe a que el padre sea percibido como débil en el sentido de la «no ley» (ausencia), sino en la inversión omnipresente de la ley. Lo que caracterizaba la represión neurótica de la época de Freud era una suerte de lógica sacrificial en donde el sujeto, en favor de encubrir la falta del Otro, sufría a través del síntoma. Esta huida hacia delante sintomática permitía la consistencia de la ley, puesto que el juego consistía en seguir las propias reglas del juego (recordemos brevemente la lógica del Cristo de Pascal que Lacan analiza). En la medida de que el abismo del Otro se cierra, de que se percibe como omnipresente, el sujeto se ve inmerso en la ansiogena realización de su libertad en tanto que, efectivamente, las decisiones a tomar son infinitas (puesto que la ley, el lenguaje, lo abarca todo). Los límites del Otro se desvanecen junto con la prohibición.

Las consecuencias de dicho mandato social no son ajenas a la práctica del psicoanálisis, por supuesto. Se tiende a escuchar el discurso del analizado o analizada bajo la lectura de la sexualidad espectral, pretendiendo dilucidar los «caminos» pulsionales seguidos y posibilitados.

Pero ¿qué pasa cuando estos caminos se encuentran posibilitados en la medida de su propia imposibilidad? ¿Cómo entender que un destino de pulsión no tenga un destino «fijado»? ¿Qué pasa con la escucha del asexualismo? ¿Por qué el asexualismo es tan incómodo para el psicoanálisis? ¿Que nos interpela al oír el discurso de un paciente asexual? ¿Es realmente posible esta postura? Convengamos en un principio que el problema de pensar el asexualismo no es un problema de presencia (¿en dónde está la sexualidad? ¿En dónde está su destino?) Sino de pertenencia (¿que caracteriza dicha configuración de la sexualidad?). Recordemos la propia noción ontológica de la identidad (A es A) en tanto se trata de univocidad, y no multiplicidad. Este salto de la problemática filosófica de cuestionar el asexualismo (o ausencia de sexualidad) a la problemática práctica del psicoanálisis es solo posible en la medida que se introduce el concepto de diferencia.

La diferencia, entendida como sobredeterminación y como contradicción (Hegel y Aristóteles) es la que estructura la economía libidinal del sujeto de lo inconsciente. El cuerpo, el psiquismo, el posicionamiento, la subjetividad, la sexualidad, el objeto de amor, el objeto a, el acto, el deseo y el goce. Dichos conceptos son unidades contradictorias que en su interacción/relación permiten la emergencia simbólica, imaginaria y real del sujeto que, bajo la lógica de la diferencia, permiten la conjunción de una suerte de estructura. La contradicción es ese motor que permite poner en marcha el contorno (banda de moebius) de la diferencia, de donde la propia mismidad emerge hacia la otredad. Es esta lógica de la diferencia (sexual) la que permite pensar en un cuerpo delimitado por otro cuerpo.

Esta diferencia se ve posibilitada por la omnipresencia de la ley, «ley de la sexualidad» o «ley del género». Pero ¿hacia dónde apuntala dicha ley? El mandato encarna «expresiones genéricas» que conllevan relaciones de poder concretas de asunción performativa. Todo se ve «sexuado» en la medida que se ejecuta con el cuerpo y con la palabra.

Así la interpretación del psicoanalista académico, siguiendo el camino del grafo del deseo, desemboca en la pretensión de que el sujeto deniega su sexualidad, como forma de sortear la angustia frente al Otro. La asexualidad se concibe como sintomática en la medida que esta se ve permeada por la huida del sujeto de su propio deseo sexual.

Por supuesto que esta lectura es la que hubiera dado Freud en su época. Pero, y siguiendo a Adorno: ¿que nos diría Freud en nuestra época? Recordemos, mejor pues que renuncie quien no pueda unir a su horizonte la subjetividad de la época. No podemos conformarnos con dicha interpretación encubridora de angustia, sí, pero de la angustia del propio analista (y dicho sea de paso, del psicoanálisis actual).

El asexualismo, contrario a lo que la intuición nos indicaría, conlleva su propia economía libidinal. No es esta ausencia inocua de la sexualidad en el cuerpo o psiquismo, sino el camino de la diferencia confrontada con la propia diferencia. Es esta doble inversión la que acerca en términos políticos al asexualismo con él androgismo y lo queer. La asunción de una sexualidad asexual es confrontar la diferencia (sexual y genérica) consigo misma, lo mismo a partir de la mismidad.

Es interesante, incluso revitalizante, pensar en cómo ciertas posiciones asexuales abren paso a una ética del cuidado de si y del otro. Pensemos por un momento en el miedo que esta inversión supone al orden racional planteado por la interpretación; se debe afirmar que no podemos hacerlo, porque de lo contrario podríamos acabar haciéndolo. La lectura dual supone que por un lado, la interpretación del psicoanalista coloca al asexualismo del orden de lo imposible (síntoma), y por el otro, el sujeto asexual se ve increpado por la no prohibición de la ley que lo «empuja a tomar partido». En cualquier caso, se le resta la auténtica subversión que el asexualismo puede significar a día de hoy, el de la resistencia al acting out pulsional.

Esto nos deja con una ética sectorial por un lado y una ética del acto por el otro. La primera es propia del capitalismo tardío, articulada en el discurso anatomista-individualista del goce-placer, cuyas ramificaciones políticas generan cortes, escisiones en el sujeto. El cuerpo es parcializado en la medida que el otro también lo está, puesto que los destinos de placer (pulsión) son infinitos, incluso fuera del mismo cuerpo. El modelo ético ideal para el consumismo y fetichismo desmedido, el mismo resultado del exceso de ley que ya puntualizaba Dolto como mutilación solo que bajo la operación inversa.

Por el otro lado, ciertas posturas (y discursos) asexuales apuntan a una ética del acto en la medida en que esta funciona como una suspensión simbólica, un retorno de lo Real violento que genera desintegración para permitir construcción. Una nueva forma de responsabilidad hacia con el otro desde sí mismo. Curiosamente, muchos discursos asexuales no hablan de la ausencia de vínculos amorosos, o incluso de prácticas que podrían interpretarse como sexualidades, sino de la ausencia de demanda inmediata de satisfacción sexual. Habrá que recordar, una vez más, que la sexualidad no es coito, incluso, en el terreno simbólico sabemos que no hay relación sexual. Son estas formas emergentes de la(s) sexualidad(es) las que nos obligan a replantear lo conocido, hablado y actuado por el psicoanálisis, la que nos obligan a volver a escuchar.

Publicado por loisaaurora

/ψa /🎵/🦊/

Deja una respuesta

Introduce tus datos o haz clic en un icono para iniciar sesión:

Logo de WordPress.com

Estás comentando usando tu cuenta de WordPress.com. Salir /  Cambiar )

Imagen de Twitter

Estás comentando usando tu cuenta de Twitter. Salir /  Cambiar )

Foto de Facebook

Estás comentando usando tu cuenta de Facebook. Salir /  Cambiar )

Conectando a %s

A %d blogueros les gusta esto: