Por: Armando Correa
Sabido es que una de las máximas que guiaron la vida del mítico Sócrates fue, la hasta el cansancio recitada, «conócete a ti mismo». Si se hace caso a los escritos que transmiten algo de la faz del pensador ateniense, se sabrá que, en la búsqueda de la verdad, Sócrates no solo desnudó el saber de los otros, sino también el de él mismo; porque la impotencia en el orden del conocimiento era algo que compartía con sus interlocutores, aunque trataran con ella de forma distinta. Existen pasajes en la obra de quienes nos transmitieron rasgos de la vida del filósofo que dan prueba de ello. Uno de esos pasajes se encuentra en aquel diálogo sobre el alma, Fedón, escrito por Platón.
Cuando Simmias y Cebes, pitagóricos de Tebas, esgrimen argumentos contra la inmortalidad del alma, Fedón, narrador del diálogo, cuenta lo siguiente:
Después de haberles oído hablar, todos nos sentimos a disgusto, según nos confesamos después unos a otros, porque nos parecía que, cuando ya estábamos fuertemente convencidos por el razonamiento de antes, de nuevo nos habían confundido y nos precipitaban en la desconfianza no solo respecto de los argumentos dichos antes, sino también respecto a los que iban a exponerse, temiendo que no fuéramos jueces dignos de nada, o bien que los temas mismos fueran en sí poco de fiar[1].
Esta confusión y desconfianza es vivida por Sócrates, quien no se encuentra seguro de que en la brega que se mantiene en el tratamiento del tema vaya a salir avante en la demostración de la inmortalidad del alma. Es un hermoso cuadro el que muestra esta incertidumbre, que habita al filósofo antes de su muerte y de la cual dice Fedón:
Me hallaba yo a su derecha, sentado junto a su cama en un taburete, y él bastante más elevado que yo. Acariciándome entonces la cabeza y agarrándome los cabellos que me caían sobre el cuello —pues acostumbraba, en alguna ocasión, a jugar con mis cabellos—, dijo:
—Mañana tal vez, Fedón, te cortarás estos hermosos cabellos.
—Parece ser, Sócrates —contesté,
—No, si es que me haces caso.
— ¿Por qué? —le dije yo.
—Hoy —dijo— también yo me cortaré los míos y tú estos, si es que el razonamiento se nos muere y no somos capaces de revivirlo. Que yo, si fuera tú y se me escapara el argumento, haría el juramento, a la manera de los argivos, de no dejarme el pelo largo hasta vencer retomando el combate al argumento de Simmias y Cebes.
—Pero es que —dije yo— se dice que contra dos ni siquiera Heracles es capaz.
—Entonces llámame a mí en tu ayuda, como tu Yolao, mientras que todavía hay luz[2].
En el acariciar los cabellos de Fedón, en el juramento de cortárselos junto con él, como señal de duelo e impotencia, si es que no logra convencer a sus interlocutores, por medio de argumentos, sobre la inmortalidad del alma, surge la figura de Sócrates, plena en la incerteza que la habita en la búsqueda del saber.
La pasión por el saber que se encarna en la intensa búsqueda de conocerse a sí mismo le costó la vida a Sócrates, quien fue condenado por sus conciudadanos, demócratas que lucharon contra Esparta en la Guerra del Peloponeso y que lucharon contra los Treinta Tiranos, traidores de Atenas, entre los que se encontraba el tío de Platón, Critias, una vez vencida la ciudad de Pericles. Esos héroes públicos fueron los verdugos de un ciudadano comprometido con su polis, como lo fue Sócrates. La pasión por el saber lo llevó a la muerte.
Se había dicho que Sócrates vivió bajo la égida de la máxima «conócete a ti mismo»; ese conocer lo buscó en la palabra y el razonamiento de los otros, donde, ciertamente, no bebió de las aguas profundas y plenas de la verdad, sino del nosaber compartido, mas no asumido por todos. La búsqueda del conocimiento de sí lo condujo al no saber, que se expresa en aquella otra máxima que da cuenta de la incertidumbre que habitaba a Sócrates: «Solo sé que no sé nada». Dicha incertidumbre cimbró a la polis más grande que haya habido en la tierra.

La muerte de Sócrates (1787), Óleo sobre lienzo, pintura de Jacques-Louis David.
[1] Platón, «Fedón», en Diálogos III, Madrid, Gredos, 1988, p. 87.
[2] Ibid., pp. 88-89.