El fin y la muerte

Por: Mónica González

La noche

Poco sé de la noche

pero la noche parece saber de mí,

y más aún, me asiste como si me quisiera,

me cubre la conciencia con sus estrellas.

Tal vez la noche sea la vida y el sol la muerte.

Tal vez la noche es nada

y las conjeturas sobre ella nada

y los seres que la viven nada.

Tal vez las palabras sean lo único que existe

en el enorme vacío de los siglos

que nos arañan el alma con sus recuerdos.

Pero la noche ha de conocer la miseria

que bebe de nuestra sangre y de nuestras ideas.

Ella ha de arrojar odio a nuestras miradas

sabiéndolas llenas de intereses, de desencuentros.

Pero sucede que oigo a la noche llorar en mis huesos.

Su lágrima inmensa delira

y grita que algo se fue para siempre.

Alguna vez volveremos a ser.

Alejandra Pizarnik

Al inicio de este año, me sugirieron escribirlo, sobre todo en documentos formales, con todos los números: 2020. Pues podría prestarse a posibles alteraciones, «cualquier abreviatura puede ser la oportunidad para cometer un fraude» me señalaron, sin una conciencia real, me dije: «este será un año que marcará una diferencia». Acercándose, vimos finales, en todo momento, de todas las formas imaginables, e inimaginables.

A veces, encontramos las respuestas de los inicios y del transcurso de algo, tan solo cuando termina.

En esta ocasión, podemos voltear hacia algunos finales, dándoles lectura desde su muerte y en retroceso pensar en su inicio. 

La muerte, tan desconocida y lejana, como cotidiana y nombrada, es un concepto que a lo largo de los años ha sido partícipe de múltiples interrogantes que se han intentado responder sin éxito claro. A grandes rasgos, partiendo desde la razón, podemos decir que, como toda vida basada en carbono, en donde están implicadas las capacidades de organización, crecimiento, metabolización, reproducción y muerte; coexisten también, cuestiones que dependen de cada tipo de organismo; la calidad y cualidad de cada una de estas vidas en su particularidad. Con esta definición no podemos evadir el hecho de que la misma vida implica necesariamente el fin de ella.

Ahora bien, si pensamos la respuesta en su contrapunto, podemos mirar hacia lo que el romanticismo nos apunta de ella. Nos ofrece, un lugar para la subjetividad que implica diversas formas de existencia.

En Sócrates encontramos, por ejemplo, un convencimiento de que no hay que temerle a la muerte, pues como no conocemos realmente las implicaciones de morir: ¿Cómo saber qué es un mal y no un bien? ¿Cómo no va a ser la más reprochable ignorancia la de creer saber lo que no se sabe?

Aunque Sócrates no escribió ninguno de sus postulados, conocemos su obra desde los testimonios de sus discípulos. En dicho pensamiento se resalta el cómo se vive, valorando una vida noble y justa, con actos virtuosos, cumpliendo las leyes y siendo justos; en la vida debía buscarse la felicidad, encontrándola en el equilibrio del ánimo y la razón; en la vida, entonces, se debía ser valiente ante lo desconocido y no huir de su fin, pues el que quiere evitar la muerte a cualquier precio puede sobrevivirse incluso a sí mismo, es decir, sobrevivirá a aquello que estaba destinado a ser. Sócrates creyó y se mantuvo firme hasta el momento de su muerte, ¿será entonces que nuestra forma de pensamiento y vida crea de alguna manera nuestra muerte?

Aunado a esto podemos mirar hacia otras vidas, y por tanto otras formas de pensar en la muerte y llegar a ella. Mencionamos ahora, a la poeta que encabeza este escrito: Alejandra Pizarnik, quien, a grandes rasgos, tuvo una vida en donde la soledad, incomprensión, depresión y la constante búsqueda de explicar con palabras este mundo configuró su creación; siempre intensa, a veces pesimista, a veces lúdica y a veces visionaria. ¿Será que el que sufre ve a la muerte como una verdadera liberación? Ella, a pesar de la particularidad de su muerte y del miedo a todo lo desconocido que implica, tampoco le dio la espalda.

Al poner la mirada en la creación artística mucho podremos decir de la muerte, desde su contemplación que nos posibilita una vida con menos dolor, con mayor significado; también su poder de sostén o incluso necesidad de muchos como una forma de expresión, desahogo o acompañamiento.

En este punto, cabe la mención del pintor Vincent Willem Van Gogh; para hablar de él es necesario considerarlo en su totalidad como persona y como artista. En primera instancia, cabe mencionar que Vincent, no fue el primogénito de la familia, pues, antes de él nace un bebé que recibe dicho nombre, sin embargo, muere al poco tiempo de nacido, suceso que le fue casi imposible superar a la madre; exactamente un año después, nace un segundo hijo que recibe dicha herencia, de nombre y de muerte.

La vida de Vincent se vio significada a partir de su arte, la escritura y la pintura fueron los medios que le posibilitaron expresarse, Van Gogh sentía de una manera profunda y lo caracterizaba su pasión, se exigía tanto a sí mismo que llegó a arruinar su mente y su cuerpo. La vida de Van Gogh se lee en lo que dejó tras su muerte: sus múltiples cartas, la memoria en quienes lo conocieron y principalmente sus cientos de obras.

En gran medida la vida y su cualidad de particular permiten por el simple hecho de existencia creaciones independientes que vuelcan la subjetividad en la materia, en este sentido, es donde la muerte no es ya solo un límite, sino una transición; pues existe en las posibilidades del desarrollo humano la creación que perdura.

Si bien, así como hay múltiples preguntas, hay múltiples respuestas, o  en algunos casos, intentos de ellas; sería difícil encontrar quien debata el hecho de que la muerte no puede ser aprehendida por los instrumentos de verificación que dan respuestas completas. Pues por un lado podemos tener la certeza de ella, ya sea por causa natural o antropogénica: como en la enfermedad, el asesinato o el suicidio. La sucesión de la vida pareciera culminar en la muerte, por tanto existe como un hecho; es un fin, no solo necesario, sino inevitable; sin embargo, con ello no nos deshacemos de la duda radical que la engloba. Así, pues, decimos que nos encontramos ante un enigma, al cual definimos en términos prácticos como una verdad sin saber.

El enigma no es posible de revelar, nos encontramos con ese miedo, eso horroroso que nos enviste al acercarnos a él, pero no porque angustie habría que retroceder.

Es curiosa esta fecha, en una semana exacta celebraremos el inicio del 2021, pero antes de ello debemos, necesariamente, detenernos en el día de hoy, que tampoco pasa desapercibido, hoy 25 de diciembre, se celebra el nacimiento de Jesús de Nazaret; fecha al menos oficial en grandes sectores del mundo. Quizá todos sabemos cómo terminó su vida, pero cuántos nos hemos detenido a pensar en la lectura de ella y el significado que le ha traído a millones de personas. Es uno de los hombres sobre los que más se ha escrito en todo el mundo, por ende su historia cuenta con múltiples variaciones y transformaciones.

En vida profesa una filosofía paradójica que recoge las contradicciones y oposiciones de lo real: humano y divino, vida y muerte, muerte y resurrección. Los escritos sobre Jesús muestran una suerte de simbolizaciones que van dotando de sentido al sinsentido. En vida profesa, además, una filosofía que defiende la libertad, junto al igualitarismo social, la salvación a través de la pérdida y el amor, entendido como fraternización de los contrarios, el amor a los opuestos o enemigos. Porque al final Dios es todo en todos. Siguiendo la paradoja nos encontramos que dicha vida y obra lo llevaron a su condena de muerte de cruz; posteriormente se celebra su resurrección, suceso que podemos profundizar en la llamada cena de Emaús, en donde Jesucristo es reconocido en su reaparición hasta que realiza el gesto de partir el pan, y no en su mera presencia, y solo después de ser reconocido, desaparece. «En este sentido, la cena en Emaús es un pasaje que no debe ser agotado en el abandono de la presencia, sino en la «experiencia del corazón» que consigue ver lo que la mirada no alcanza ni reconoce inicialmente»[1]. La resurrección es una resucitación simbólica frente a la muerte, la vida eterna al tiempo mortal. Después del límite de la nada, vendría entonces la acogida por Dios.

Jean-Luc Nancy introduce, a propósito de este pasaje, el concepto de lo inmemorial[2],entendido como lo que precede al nacimiento, pues significa la pura falta de recuerdo, que remonta a una memoria infinita. Celebrando la memoria que abandona la presencia.

La creencia en Cristo rompe la concepción del fin, pues Dios es, en este sentido, eternamente existente y el hombre es el único capaz de aprehender el concepto de eternidad. Pues Él ha puesto la eternidad en el corazón de los hombres. En donde la muerte, marca un límite distinto: se pierde la vida y se salva el alma «El que quiera salvar su vida, la perderá: y todo el que pierda su vida por causa de mí, la hallará»[3] Se abre aquí la fe en la posibilidad de una nueva vida fuera de este mundo.

En suma, la mirada hacia la muerte englobará siempre un enigma, en la cultura es esencialmente simbólica y recreadora, ya que lo simbólico trasciende lo real de lo humano.


Volteemos a nuestro alrededor, pensemos en el año que hemos tenido, en nuestros actos, nuestras palabras, con quienes lo iniciamos y compartimos; quienes permanecen (al menos en nuestros pensamientos), cómo estamos hoy, cómo deseamos ponerle fin a este año, cómo desearíamos que llegase nuestra muerte. Esa es nuestra creación y lo que quede después, será la lectura hecha por los otros, de quienes fuimos.

Edvard Munch – El beso de la muerte (1898)

[1] Sánchez, R. (2018) El encuentro suspendido: la diferencia y la presencia inmemorial. Revista Tópicos (54) P. 336.

[2] Ibid., p. 337.

[3] Mateo 16:25 – RVR1960.

Publicado por Mónica Edith González Dávalos

Practicante del psicoanálisis en la ciudad de Guadalajara.

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